DOMINGO 20 DE OCTUBRE DE 2013,
DIA MUNDIAL DE LAS MISIONES
MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
PARA LA JORNADA MUNDIAL DE LAS MISIONES 2013
Queridos
hermanos y hermanas:
Este
año celebramos la Jornada Mundial de las Misiones mientras se clausura el Año
de la fe, ocasión importante para fortalecer nuestra amistad con el Señor y
nuestro camino como Iglesia que anuncia el Evangelio con valentía. En esta
prospectiva, quisiera proponer algunas reflexiones.
1.
La fe es un don precioso de Dios, que abre nuestra mente para que lo podamos
conocer y amar, Él quiere relacionarse con nosotros para hacernos partícipes de
su misma vida y hacer que la nuestra esté más llena de significado, que sea más
buena, más bella. Dios nos ama. Pero la fe necesita ser acogida, es decir,
necesita nuestra respuesta personal, el coraje de poner nuestra confianza en
Dios, de vivir su amor, agradecidos por su infinita misericordia. Es un don que
no se reserva sólo a unos pocos, sino que se ofrece a todos generosamente. Todo
el mundo debería poder experimentar la alegría de ser amados por Dios, el gozo
de la salvación. Y es un don que no se puede conservar para uno mismo, sino que
debe ser compartido. Si queremos guardarlo sólo para nosotros mismos, nos
convertiremos en cristianos aislados, estériles y enfermos. El anuncio del
Evangelio es parte del ser discípulos de Cristo y es un compromiso constante
que anima toda la vida de la Iglesia. «El impulso misionero es una señal clara
de la madurez de una comunidad eclesial» (Benedicto XVI, Exhort. ap. Verbum
Domini, 95). Toda comunidad es “adulta”, cuando profesa la fe, la celebra con
alegría en la liturgia, vive la caridad y proclama la Palabra de Dios sin
descanso, saliendo del propio ambiente para llevarla también a las “periferia”,
especialmente a aquellas que aún no han tenido la oportunidad de conocer a
Cristo. La fuerza de nuestra fe, a nivel personal y comunitario, también se
mide por la capacidad de comunicarla a los demás, de difundirla, de vivirla en
la caridad, de dar testimonio a las personas que encontramos y que comparten
con nosotros el camino de la vida.
2.
El Año de la fe, a cincuenta años de distancia del inicio del Concilio Vaticano
II, es un estímulo para que toda la Iglesia reciba una conciencia renovada de
su presencia en el mundo contemporáneo, de su misión entre los pueblos y las
naciones. La misionariedad no es sólo una cuestión de territorios geográficos,
sino de pueblos, de culturas e individuos independientes, precisamente porque
los “confines” de la fe no sólo atraviesan lugares y tradiciones humanas, sino
el corazón de cada hombre y cada mujer. El Concilio Vaticano II destacó de
manera especial cómo la tarea misionera, la tarea de ampliar los confines de la
fe es un compromiso de todo bautizado y de todas las comunidades cristianas:
«Viviendo el Pueblo de Dios en comunidades, sobre todo diocesanas y
parroquiales, en las que de algún modo se hace visible, a ellas pertenece
también dar testimonio de Cristo delante de las gentes» (Decr. Ad gentes, 37).
Por tanto, se pide y se invita a toda comunidad a hacer propio el mandato
confiado por Jesús a los Apóstoles de ser sus «testigos en Jerusalén, en toda
Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8), no como un
aspecto secundario de la vida cristiana, sino como un aspecto esencial: todos
somos enviados por los senderos del mundo para caminar con nuestros hermanos,
profesando y dando testimonio de nuestra fe en Cristo y convirtiéndonos en
anunciadores de su Evangelio. Invito a los obispos, a los sacerdotes, a los
consejos presbiterales y pastorales, a cada persona y grupo responsable en la
Iglesia a dar relieve a la dimensión misionera en los programas pastorales y
formativos, sintiendo que el propio compromiso apostólico no está completo si no
contiene el propósito de “dar testimonio de Cristo ante las naciones”, ante
todos los pueblos. La misionariedad no es sólo una dimensión programática en la
vida cristiana, sino también una dimensión paradigmática que afecta a todos los
aspectos de la vida cristiana.
3.
A menudo, la obra de evangelización encuentra obstáculos no sólo fuera, sino
dentro de la comunidad eclesial. A veces el fervor, la alegría, el coraje, la
esperanza en anunciar a todos el mensaje de Cristo y ayudar a la gente de
nuestro tiempo a encontrarlo son débiles; en ocasiones, todavía se piensa que
llevar la verdad del Evangelio es violentar la libertad. A este respecto, Pablo
VI usa palabras iluminadoras: «Sería... un error imponer cualquier cosa a la
conciencia de nuestros hermanos. Pero proponer a esa conciencia la verdad
evangélica y la salvación ofrecida por Jesucristo, con plena claridad y con
absoluto respeto hacia las opciones libres que luego pueda hacer... es un
homenaje a esta libertad» (Exhort, Ap. Evangelii nuntiandi, 80). Siempre
debemos tener el valor y la alegría de proponer, con respeto, el encuentro con
Cristo, de hacernos heraldos de su Evangelio, Jesús ha venido entre nosotros
para mostrarnos el camino de la salvación, y nos ha confiado la misión de darlo
a conocer a todos, hasta los confines de la tierra. Con frecuencia, vemos que
lo que se destaca y se propone es la violencia, la mentira, el error. Es
urgente hacer que resplandezca en nuestro tiempo la vida buena del Evangelio
con el anuncio y el testimonio, y esto desde el interior mismo de la Iglesia.
Porque, en esta perspectiva, es importante no olvidar un principio fundamental
de todo evangelizador: no se puede anunciar a Cristo sin la Iglesia.
Evangelizar nunca es un acto aislado, individual, privado, sino que es siempre
eclesial. Pablo VI escribía que «cuando el más humilde predicador, catequista o
Pastor, en el lugar más apartado, predica el Evangelio, reúne su pequeña
comunidad o administra un sacramento, aun cuando se encuentra solo, ejerce un
acto de Iglesia»; no actúa «por una misión que él se atribuye o por inspiración
personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su nombre» (ibíd.,
60). Y esto da fuerza a la misión y hace sentir a cada misionero y
evangelizador que nunca está solo, que forma parte de un solo Cuerpo animado
por el Espíritu Santo.
4.
En nuestra época, la movilidad generalizada y la facilidad de comunicación a
través de los nuevos medios de comunicación han mezclado entre sí los pueblos,
el conocimiento, las experiencias. Por motivos de trabajo, familias enteras se
trasladan de un continente a otro; los intercambios profesionales y culturales,
así como el turismo y otros fenómenos análogos empujan a un gran movimiento de
personas. A veces es difícil, incluso para las comunidades parroquiales,
conocer de forma segura y profunda a quienes están de paso o a quienes viven de
forma permanente en el territorio. Además, en áreas cada vez más grandes de las
regiones tradicionalmente cristianas crece el número de los que son ajenos a la
fe, indiferentes a la dimensión religiosa o animados por otras creencias. Por
tanto, no es raro que algunos bautizados escojan estilos de vida que les alejan
de la fe, convirtiéndolos en necesitados de una “nueva evangelización”. A esto
se suma el hecho de que a una gran parte de la humanidad todavía no le ha
llegado la buena noticia de Jesucristo. Y que vivimos en una época de crisis
que afecta a muchas áreas de la vida, no sólo la economía, las finanzas, la
seguridad alimentaria, el medio ambiente, sino también la del sentido profundo
de la vida y los valores fundamentales que la animan. La convivencia humana
está marcada por tensiones y conflictos que causan inseguridad y fatiga para
encontrar el camino hacia una paz estable. En esta situación tan compleja, donde
el horizonte del presente y del futuro parece estar cubierto por nubes
amenazantes, se hace aún más urgente el llevar con valentía a todas las
realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de esperanza,
reconciliación, comunión; anuncio de la cercanía de Dios, de su misericordia,
de su salvación; anuncio de que el poder del amor de Dios es capaz de vencer
las tinieblas del mal y conducir hacia el camino del bien. El hombre de nuestro
tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su camino y que sólo el encuentro
con Cristo puede darle. Traigamos a este mundo, a través de nuestro testimonio,
con amor, la esperanza que se nos da por la fe. La naturaleza misionera de la
Iglesia no es proselitista, sino testimonio de vida que ilumina el camino, que
trae esperanza y amor. La Iglesia –lo repito una vez más– no es una
organización asistencial, una empresa, una ONG, sino que es una comunidad de
personas, animadas por la acción del Espíritu Santo, que han vivido y viven la
maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir esta experiencia de
profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el Señor nos ha dado.
Es el Espíritu Santo quién guía a la Iglesia en este camino.
5.
Quisiera animar a todos a ser portadores de la buena noticia de Cristo, y estoy
agradecido especialmente a los misioneros y misioneras, a los presbíteros fidei
donum, a los religiosos y religiosas y a los fieles laicos –cada vez más
numerosos– que, acogiendo la llamada del Señor, dejan su patria para servir al
Evangelio en tierras y culturas diferentes de las suyas. Pero también me
gustaría subrayar que las mismas iglesias jóvenes están trabajando
generosamente en el envío de misioneros a las iglesias que se encuentran en
dificultad –no es raro que se trate de Iglesias de antigua cristiandad–
llevando la frescura y el entusiasmo con que estas viven la fe que renueva la
vida y da esperanza. Vivir en este aliento universal, respondiendo al mandato
de Jesús «Id, pues, y haced discípulos de todas las naciones» (Mt 28,19) es una
riqueza para cada una de las iglesias particulares, para cada comunidad, y
donar misioneros y misioneras nunca es una pérdida sino una ganancia. Hago un
llamamiento a todos aquellos que sienten la llamada a responder con generosidad
a la voz del Espíritu Santo, según su estado de vida, y a no tener miedo de ser
generosos con el Señor. Invito también a los obispos, las familias religiosas,
las comunidades y todas las agregaciones cristianas a sostener, con visión de
futuro y discernimiento atento, la llamada misionera ad gentes y a ayudar a las
iglesias que necesitan sacerdotes, religiosos y religiosas y laicos para
fortalecer la comunidad cristiana.Y esta atención debe estar también presente
entre las iglesias que forman parte de una misma Conferencia Episcopal o de una
Región: es importante que las iglesias más ricas en vocaciones ayuden con
generosidad a las que sufren por su escasez. Al mismo tiempo exhorto a los
misioneros y a las misioneras, especialmente los sacerdotes fidei donum y a los
laicos, a vivir con alegría su precioso servicio en las iglesias a las que son
destinados, y a llevar su alegría y su experiencia a las iglesias de las que
proceden, recordando cómo Pablo y Bernabé, al final de su primer viaje
misionero «contaron todo lo que Dios había hecho a través de ellos y cómo había
abierto la puerta de la fe a los gentiles» (Hch 14,27). Ellos pueden llegar a
ser un camino hacia una especie de “restitución” de la fe, llevando la frescura
de las Iglesias jóvenes, de modo que las Iglesias de antigua cristiandad
redescubran el entusiasmo y la alegría de compartir la fe en un intercambio que
enriquece mutuamente en el camino de seguimiento del Señor.
La solicitud por todas las Iglesias, que el Obispo de Roma comparte con sus hermanos en el episcopado, encuentra una actuación importante en el compromiso de las Obras Misionales Pontificias, que tienen como propósito animar y profundizar la conciencia misionera de cada bautizado y de cada comunidad, ya sea reclamando la necesidad de una formación misionera más profunda de todo el Pueblo de Dios, ya sea alimentando la sensibilidad de las comunidades cristianas a ofrecer su ayuda para favorecer la difusión del Evangelio en el mundo.
Por
último, me refiero a los cristianos que, en diversas partes del mundo, se
encuentran en dificultades para profesar abiertamente su fe y ver reconocido el
derecho a vivirla con dignidad. Ellos son nuestros hermanos y hermanas,
testigos valientes –aún más numerosos que los mártires de los primeros siglos–
que soportan con perseverancia apostólica las diversas formas de persecución
actuales. Muchos también arriesgan su vida por permanecer fieles al Evangelio
de Cristo. Deseo asegurarles que me siento cercano en la oración a las
personas, a las familias y a las comunidades que sufren violencia e
intolerancia, y les repito las palabras consoladoras de Jesús: «Confiad, yo he
vencido al mundo» (Jn 16,33).
Benedicto XVI exhortaba: «Que la Palabra del Señor siga avanzando y sea glorificada» (2 Ts 3, 1): que este Año de la fe haga cada vez más fuerte la relación con Cristo, el Señor, pues sólo en él tenemos la certeza para mirar al futuro y la garantía de un amor auténtico y duradero» (Carta Ap. Porta fidei, 15). Este es mi deseo para la Jornada Mundial de las Misiones de este año. Bendigo de corazón a los misioneros y misioneras, y a todos los que acompañan y apoyan este compromiso fundamental de la Iglesia para que el anuncio del Evangelio pueda resonar en todos los rincones de la tierra, y nosotros, ministros del Evangelio y misioneros, experimentaremos “la dulce y confortadora alegría de evangelizar” (Pablo VI, Exhort. Ap. Evangelii nuntiandi, 80).
Vaticano,
19 de mayo de 2013, Solemnidad de Pentecostés
PAPA
FRANCISCO